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El vagón de madera


Por Carlos DÍAZ-BARRIGA


Un día, como le pasó al querido Alberto Cortez, dentro de muchos años… cuando pase el tiempo, volverán de nuevo a los viejos andenes… su cita de niños, con todos los trenes.


Emociona mucho tratar de entender que sea una estación abandonada donde se haya levantado la Academia Benning, cuya causa hoy nos tiene aquí como nos tiene, abrazados aunque no nos toquemos.


Un edificio capturado durante décadas por el olvido… que fue campo de cultivo para el vandalismo, la violencia y el rencor, refugio de niños que ya no querían ser niños. Hoy en ese lugar hay algo más que una escuela de música: el mejor hospital de almas. Todos se salvan… médicos y pacientes.


Pienso en los fundadores, los donadores, los maestros, los más famosos o más modestos artistas que contribuyen con su talento en conciertos a beneficio… ¿habrá gente más buena que ellos? Sí… sí la habrá: lo será cada uno de esos niños que ahora ha descubierto que es posible sentir, vibrar y vivir.


Si el ruido algún día les apretó el corazón, la música hoy se los ha convertido en la mejor de sus percusiones. Una lista dice que hay 723 niños inscritos… 723 mil ilusiones. En principio, de ellos, sí. Pero quizá más nuestras.


Es perfecta la alegoría… el símbolo. Solamente en una estación de trenes… sobre sus andenes -que son son siempre un punto de partida- pueden soñarse los más bellos y grandes y lejanos sueños.


Y ahí van los niños, con puro de boleto de ida. Montados en un piano, en una guitarra o en un violín… como si fuera un vagón de madera.



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